jueves, 3 de junio de 2010

FOBIAS ACUÁTICAS. Por Jordi Piulachs.

Capítulo 1.

–Doctor, ¿usted cree que algún día superaré mi hidrofobia?
–¿Puedo hablarle con sinceridad? Nunca he sabido qué significaba esa palabra –confesó el doctor mientras se hurgaba la nariz con ahínco y escondía sus hallazgos entre los pelos de su bigote–. La verdad es que llevo dos meses medicándolo para el estreñimiento. ¿No se nota usted más ligero últimamente? No, no me dé las gracias, lo hago con todos mis pacientes. Por cierto, ¿anoche vio la película Calígula? Me perdí el final y me gustaría saber cómo acaba. Sí, lo sé, es una película antigua, pero qué quiere que le diga, a mí me gustan los clásicos. ¿Ha visto ese pájaro? –añadió mientras brincaba de un sillón de tela lleno de lamparones y con las costuras descosidas, y se asomaba por la ventana.
–Pe… pero… oiga…
–Mire, le diré lo que haremos –retomó la palabra el doctor tras unos segundos. Y volviéndose hacia su paciente, dijo–: Le prometo que trataré su enfermedad, sea la que sea, con rigor, maña y dedicación si usted no le dice a nadie que uso minifalda en las consultas. ¿Hay trato? –y esperando la respuesta de su interlocutor se estiró boca abajo en el suelo y comenzó a hacer flexiones a la vez que emitía extraños sonidos guturales.
El paciente miró al doctor de hito en hito. Debe ser un genio, pensó, si es así de excéntrico es porque tiene una mente sobrenatural, pero no puedo aceptar el trato. Y levantándose de un colchón roñoso que cumplía las funciones de chaise long, exclamó:
–¡Lo siento, no puede ser!
El doctor se incorporó de golpe.
–¿Por qué no?
–Mire, salta a la vista que sin duda es usted un genio, esto lo acabo de pensar y también se lo digo en voz alta por si todavía no tiene telepatía. Pero no sé si soy digno de que alguien de su categoría derroche su valioso tiempo conmigo. Y por otra parte, creo que me podría sacar un buen dinero si le cuento a la prensa sensacionalista que un médico profesional pasa consulta con semejante atuendo.
–Está bien, se lo diré de otra manera. Si no acepta el trato, le pegaré tal rodillazo en la entrepierna que pondré en serias dudas su condición de futuro padre.
–No me diga más. Siendo sus razones de tanto peso acepto de buen grado.
Y para sellar el trato, el paciente abrazó al doctor y le dio una palmada en el culo.
–Dígame qué debo hacer –añadió mientras se ponía firme.
–Gracias, sabía que podría contar con su colaboración. Lo primero que tiene que hacer es ir a comprarme un diccionario. Pero tenga cuidado, porque si lo que le dan en la tienda es redondo y tiene estampados pentágonos blancos y negros, seguramente le quieran vender una pelota de fútbol. Es vital que no confunda estas dos cosas para que yo pueda estudiar a fondo el significado de la hidromofia esa que padece. Y para no perder más tiempo y que usted pueda llegar antes a la calle le recomiendo que se tire por la ventana.
–No pongo en duda la rapidez del trayecto que me propone y tampoco es por llevarle la contraria, créame, pero siendo yo hombre de recias tradiciones, si a usted no le importa, prefiero coger el ascensor. Por otra parte, si me pudiera dibujar en un papel el diccionario y la pelota para yo tener clara la diferencia entre ambas cosas y así ser más eficiente en mi compra se lo agradecería enormemente, pues además de hidrófobo, soy disléxico y, según mi mujer, también algo corto de luces.
El doctor atravesó la sala dando volteretas hasta llegar a su escritorio. Se sentó en una caja de cartón que tenía por silla. Abrió un cajón, removió dentro varios documentos y demás material de oficina, y sacó un bolígrafo y un trozo de papel. Respiro hondo, se rascó una axila y se puso a trazar las primeras líneas con pulso tembloroso.
Acabó los dibujos seis horas más tarde. Levantó la cabeza y vio al paciente durmiendo en el suelo hecho un ovillo. Por la ventana, parcialmente abierta, entraba la suave y refrescante brisa de la noche. Y en la calle no se escuchaba ni un solo ruido. Cansado, cerró los párpados y estampó la cara en el escritorio.

CONTINUARÁ.


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domingo, 30 de mayo de 2010

FOBIAS ACUÁTICAS. Por Oleguer Solsona.


FOBIAS Y ADICCIONES
En la pequeña cocina adyacente al salón donde se celebran las terapias de grupo, el psicólogo Federico Gallardo se ajusta la bata blanca, como queriendo dar mas majestuosidad al hecho de que tiene que tratar con media docena de gente pirada y que no tiene nada mejor que hacer. Esta bata le aleja de sus pacientes y le hace recordar mejores tiempos, cuando tenía una consulta privada en el Eixample, a 90 euros la sesión. Mientras expande la mermelada por la tostada maldice al presidente del Gobierno que, con motivo de tantos años de crisis, creyó necesario que la Seguridad Social se encargara de tratar todo tipo de trastornos y fobias para mejorar la salud mental de los ciudadanos y así, librarlos de preocupaciones para poder trabajar más, mejor y “levantar” el país. Como resultado, el sistema sanitario se ha colapsado con el maremoto de gente que quería gozar de las ventajas de los grupos de terapia, pues se celebran dos días entre semana y la gente quiere escaquearse de sus trabajos.
Los psicólogos, llegados en masa desde Latinoamérica, tienen grupos de mañana y tarde, de lunes a sábado; en ellos hay de todo un poco: gente alérgica a su suegra, individuos que le tienen pánico a las palomas que revoletean por la ciudad, ex-fumadores, ludópatas y ex-bebedores de RedBull, gente alérgica a las conversaciones estúpidas de ascensor, profesores agobiados a pesar de tener dos meses de vacaciones (de cualquier asignatura, tanto da), políticos sinceros o chavales jóvenes que les salen sarpullidos cuando escuchan música clásica. En fin, la flor y nata de la sociedad. Además, por la falta de espacios, los grupos se tienen que reunir en la casa del psicólogo, pues no hay más espacio disponible, con la consecuente molestia para las familias de los psicólogos autóctonos (a los argentinos les da un poco igual, se adaptan a todo).
Federico se acaba de tomar el café, reposando en el sofá antes de que le llegue el grupo de las 9 de la mañana. Ha tenido suerte de poder desayunar, su esposa y su hija han molestado menos que de costumbre y se han ido pronto. El grupo de “fobias acuáticas” le motiva muy poco. Allí se ve las caras con la bella e inocente Susanita, cuya obsesión es cumplir los 18 en verano próximo y que le salgan escamas, pues vive pensando en que es una sirena. No ha servido de nada que Federico le diga mil y una veces que eso es imposible que ocurra, que “La sirenita” de Disney es sólo una película, que los reyes magos no existen y que lo que hacía su papá con la señora de la limpieza no era jugar a los médicos.
Menos 20, Federico tiene tiempo de leer el periódico sentado en el wáter mientras se mentaliza en no volver a utilizar expresiones como “os tenéis que sentir como pez en el agua” o “os ahogáis en un vaso de agua, hijos de puta”. Hoy seguro que también viene el señor García-Quesada, que ni tan siquiera es capaz de ponerse en la boca una gota de agua y debe enjuagarse la boca con Cardhu. Espera firmemente que hoy no le de problemas con el joven africano que cada vez que oye “agua, agua” sale corriendo chocando con todo lo que le sale a su paso. Federico ya ha tenido que reponer 3 veces el vidrio de la puerta del recibidor. Y aún peor, que la señora Ribas se ponga a hablar a mitad de sesión con las manchas de humedad del techo asegurando que es el espíritu de su difunto esposo.
Al acabar de repasar la sección de contactos, Federico se sube el pantalón, repasa escrupulosamente la bata blanca para que no queden rastos y se lava las manos, dejando conscientemente el grifo en marcha el máximo de tiempo, pensando en otro de sus pacientes: el regidor de Izquierda Unida de un pueblo del extrarradio (que quiere conservar su anonimato), cuya obsesión por el malbaratamiento de agua es excesiva, incluso para su propio partido (por cierto, su partido le ha recomendado esta terapia para apartarlo un poco, porque se descubrió que tuvo relaciones extramatrimoniales con una chica que no reciclaba la materia orgánica). Y para acabar de redondear el grupo, esta Manuel Perea, el hombre divorciado que no puede ver ningún objeto de tamaño medio o grande de color rojo, porque eso le recuerda a Pamela Anderson corriendo con sus dos humanidades por delante, al son de la melodía de presentación de Los vigilantes de la playa; en caso de ver cualquier objeto de este color, su pantalón se convierte por arte de magia en una tienda de campaña y ha de ir al bar o supermercado más cercano a pedir hielo para rebajar el asunto.
Ya están todos sentados y Federico se siente agobiado al momento de empezar la sesión. Se disculpa para ir a la cocina a servirle su vasito de whisky al señor García-Quesada. Allí, con ganas de volver a releer la sección del periódico, se replantea su ética profesional. “A tomar por saco” se dice… Sirve un vaso de agua con 3 gotitas de Cardhu, al regresar a la sala, el señor notario se lo bebe y le entran arcadas muy graciosas, vomita sobre su camisa de 200 euros y sale disparado avergonzado. Luego, Federico se dirige a la habitación y se pone el disfraz rojo de bombero que usó en el último carnaval. Regresa al salón gritando “agua, agua” con la manguera lanzando líquido sin parar desembocando una gran huida 3 en 1. Y para acabar, le comunica a la señora Ribas que su marido esta en el piso superior intentando hablar con ella, que la esta esperando.
—Bueno, doctor, ¿ahora qué hacemos? —se dirige a él Susanita, aun sentada en el sofá mirándolo lasciva, tras la fuga masiva de sus compañeros de terapia.
—Si quieres irte a nadar, por mi no hay problema —responde el psicólogo ansioso por sentarse de nuevo en el lavabo.
—¿De verdad te has creído todos estos días que quería ser una sirena? —le pregunta Susanita, con un brillo de ojos nada inocente— Vengo aquí por los créditos que me dan para bachillerato, y yo en realidad debería ir al grupo de adictos al sexo… Por cierto, un hombre en uniforme se me hace altamente irresistible.
—Entonces quédate —sonriente Federico desabrochando la cremallera del traje rojo— estás en el sitio adecuado.



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